Opinión | Jueves sociales
Mujeres que levantan países
No nos damos cuenta, pero se nos está yendo una generación de oro que no tendrá sitio en ningún libro de texto ni en universidad alguna

Mujeres mayores
Se llamaba Micaela, tenía los mismos ojos azules de mi padre, y guardaba en su memoria mi infancia y recuerdos que ya no volverán nunca. No nos damos cuenta, pero se nos está yendo una generación de oro que no tendrá sitio en ningún libro de texto ni en universidad alguna. Nacieron en torno a los años veinte, pero no conocieron a Lorca ni a Aleixandre, ocupados como estaban en sobrevivir al hambre, trabajar desde pequeños o aprender muy pronto que había que disfrutar de los pocos momentos buenos, porque eran precisamente eso, muy pocos. Se nos están yendo como vivieron, sin ruido, porque ellos, que conocieron una guerra y sus consecuencias, saben más que nadie que estamos solo de paso. En el camino, vieron cómo se partía un país, cómo el odio dividía a los hermanos y cómo las tapias de los pueblos, donde tanto habían jugado, se teñían de sangre cada vez que amanecía. Muchos aprendieron a callar; otros, a seguir peleando, aunque al final el descontento unió a todos. Se casaron jóvenes, tuvieron muchos hijos, criaron nietos. Conocieron el hambre y una pandemia que los despreció como a muebles viejos, a ellos, que eran los cimientos de este país. El apagón no los asustó porque habían vivido en casas sin luz, cocinado en chimeneas y leído al amparo de las velas. Tampoco tuvieron agua. Yo las recuerdo con el cántaro en la cabeza, erguidas como figuras griegas, camino de la fuente. Se nos están yendo sin molestar, sin homenajes. Se apagan en las residencias o en las casas, justo a punto de cumplir el siglo. Con ellos se va la memoria de un país desmemoriado que olvidará enseguida.
Yo las recuerdo con el cántaro en la cabeza, erguidas como figuras griegas, camino de la fuente. Se nos están yendo sin molestar, sin homenajes. Se apagan en las residencias o en las casas, justo a punto de cumplir el siglo. Con ellos se va la memoria de un país desmemoriado que olvidará enseguida
Con Micaela se va el recuerdo de la juventud de mis padres, del peinador (esa palabra tan antigua) que cubría los hombros de mi madre cuando le ponía los rulos, y de las veces que me escondía detrás de la puerta para fingir que me iba de casa. Me lo contaba siempre riéndose, porque conservó el buen humor, quizá porque sabía que la vida es un mar de lágrimas, un lugar lleno de ausencias, y es mucho mejor recordar solo lo feliz, los bailes del cine Marilá o el Candil en Montánchez, su pueblo, o los domingos de primavera cuando las parejas bajaban ligeras cuesta abajo al parador del padrino, y subían más ligeras todavía, con las mejillas rojas. O los domingos, camino del castillo con una peseta de altramuces. Las cosas pequeñas que hacen grande una vida, la de esta generación, tan importante que no somos capaces de tomarla como ejemplo para aprender de ellos a encontrar la alegría en medio del abismo, como defensa y escudo para los suyos, y como única lección de vida posible cuando la luz se apaga y nos quedamos a oscuras.
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