Opinión | A la intemperie
El Barco Pirata
Érase que se era una tarde en que el sol moría en La Caleta…

Vista de la Caleta en Cádiz
En una ocasión, hace ya muchos años, un juez me dijo que él no juzgaba hechos, sino versiones de los hechos. Cuando lo recuerdo, como por ensalmo, viene a mí aquel cuento hecho de sal y fandangos, de fritanga y camarones…
Érase que se era allá por Cádiz, allá donde la libertad. Érase que se era una tarde en que el sol moría en La Caleta. A poniente, como tiene por costumbre. Encendido y calmo. Era aquel un crepúsculo de ropa tendida y brisa marina. La vida entre dos mares, la bahía, la mar chiquita, los caños, los esteros, las salinas… y la mar infinita. Un falucho bolinea quilla al sol, en la llanura radiante de la mar dormida. En la Alameda, Rubén. Y más allá, en El Puerto, Rafael. Y el vaporcito que viene y va. En los muelles, olor a brea y alquitrán, y una algaba de palos, jarcias y gallardetes. En lo alto, de las gaviotas, la gracia alada. En tierra de nadie, bajo una higuera, como sacado de un grabado de La Ilustración, un gitano canastero; a un lado los mimbres, al otro los cestos a medio terminar. Bosteza y sueña, piriñacas y chicharrones. Al pie de la blanca espadaña, alboroto de chiquillos. En eso una vieja de cobre murmura una oración y se santigua. Tras ella un caballero, casi tan viejo como la vieja, pasa con su bastón de caña de Manila. El canastero, entre fandango y fandango, vocea lo suyo: los cestos a ocho reales… y por una perra gorda os cuento un cuento. Los niños, que juegan, le miran de reojo. Miraditas de pena… como pidiendo por favor.
No fue sino la tormenta; la mar arbolada destrincó la carga, veníamos flojos de amuras y un golpe de mar nos partió el timón. Nada más. Allí, esa noche sin luna, no murió nadie
Lo mismo da, os lo cuento por una perra chica. Ni esas tenemos… ¿Quizá el caballero? El gitano de mimbre y plata mira al caballero de caña y oro. Pasa la recovera, blanca flor de azahar en el pelo endrino, y el aguador, cansado de tanto acarrear, se sienta en un noray. Todos miran al canastero, y el canastero, apretado por dentro, se apiada de los niños, se va a toriles y se arranca a contar el cuento… por tan solo la voluntad. Os voy a contar la historia de un barco encallado allá arriba… allí mismo, dos pasitos y lo veréis por donde se va el sol. El barco y los fantasmas de los marineros que murieron por culpa de su capitán. Y los niños, con el asombro en los ojos, miran sin ver. Érase que se era un barquito chiquitín, un bergantín pirata que salió de Jamaica cargado de ron… El patrón, que era un contrabandista tuerto, se emborrachó, y, una noche de esas en que ni sol había, fue a topar con la arena y encalló. Sin luna… apunta el niño sabihondo. ¡Sin sol!, brama contrariado el canastero. Una noche sin sol… que no siento el barco, sino la tripulación…, canta el gitano con voz ronca y extraños aspavientos. Una niña, conmovida, rompe a llorar. En eso el caballero del bastón de caña se destoca, y con el sombrero de jipijapa aleteando en su mano, airado, dice con voz temblorosa: Ni el patrón era contrabandista, ni era pirata, ni se emborrachó. No fue sino la tormenta; la mar arbolada destrincó la carga, veníamos flojos de amuras y un golpe de mar nos partió el timón. Nada más. Allí, esa noche sin luna, no murió nadie. No, así no fue, replica gallito el canastero… ¡Fue! Que yo era el capitán de ese bergantín, sentencia el caballero… Y la niña volvió a llorar.
Quiera Dios que mi voz no muera en tierra…
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